“Si quería cruzar la frontera, tenía que trabajar para el cartel”
MEXICO.- Mientras arrastraban por el suelo a Douglas Brian y las pequeñas piedras se le encajaban como cuchillos para abrirle la piel, él sólo hablaba con Dios: “Si salgo de ésta, le juro que nunca más vuelvo a intentar cruzar la frontera”.
Este guatemalteco de 23 años había caído en manos del Cartel de Sinaloa en plena pandemia, sin familia y sin dinero desde marzo pasado cuando intentó cruzar de Sonorita a Arizona por su cuenta, en solitario, como lo había hecho a los 14 cuando emigró por primera vez de Ixcuintla y atravesó México.
Si no tienes familia ni dinero, morro, tienes que trabajar para nosotros, porque aquí mandamos nosotros y tienes que pagar de alguna forma. ¿No tienes familia?¿No tienes billete? Pus no te queda de otra. Te vamos a dar 15,000 pesos y comida, ¿qué dices? Después de un año te dejamos del otro lado.
Douglas Brian titubeó. Tenía miedo. No sabía si le iban a dar una pistola y convertir en sicario a pesar de su escuálido cuerpo y falta de voluntad para matar a otros. Porque entre los migrantes se sabe que una vez que quedas atrapado entre los negocios el crimen organizado es casi imposible salir bien, a menos que pagues de una u otra forma.
Los cárteles de la droga han tomado el control de la frontera desde hace años, según reportes oficiales de Estados Unidos y México. Primero fueron los Zetas y el Golfo; luego otras células de organizaciones criminales fraccionadas hicieron lo mismo; el Cártel Jalisco Nueva Generación saltó posteriormente y finalmente, tras mantenerse al margen durante mucho tiempo, los sinaloenses reclamaron su parte.
“Controlamos toda la frontera de Sonora”, dijo un testigo a la agencia de información AP desde diciembre del año pasado.
El control criminal necesita personal. Gente dispuesta a cumplir los mandatos de las organizaciones criminales con sus reglas de sangre y fuego por hambre o miedo; los migrantes, siempre tienen mucho de ello y más aún en tiempo de pandemia.
Irineo Mújica, dirigente de la organización Pueblos sin Fronteras y de dos albergues para migrantes en la región, dice que la COVID-19 ha empujado a cientos y cientos de centroamericanos y mexicanos a intentar cruzar la frontera por la desesperación del desempleo y la falta de oportunidades. Llegan a pedir alimentos, a descansar.
“Los cárteles saben de esa necesidad y lo están aprovechando para sus negocios de droga y de tráfico de personas”.
Cifras de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza señalan que en el presente año hubo un incremento en el narcotráfico. Los decomisos de cocaína en la frontera, por ejemplo, pasaron de 5.2 toneladas en el año fiscal 2019 a 6.9 toneladas en el año fiscal 2020; de fentanilo, el incremento fue de casi 260%.
LA CHAMBA
Douglas Brian dijo a este diario que aceptó ser “puntero” como llama el Cartel de Sinaloa a los vigilantes en la frontera. Chivato, halcón, el nombrete es lo de menos. Tenía que reportar a través de un aparato de radiofrecuencia cualquier movimiento extraño que observara desde un cerro que era su centro de operaciones y desde donde visibilizaba toda la línea fronteriza.
Ahí veía pasar a la Guardia Nacional, a los municipales, a los agentes del Servicio de Inmigración y aduanas. Mirá, vos, ahí están. Ahí veía pasar a otros indocumentados que, como él, querían pasar sin pagar cuotas. Pobres, no saben en la que se están metiendo. Avisaré o no. “Si no haces tu chamba, te matamos”. Mirá, vos, ahí van unos por la libre.
De abril a junio todo transcurría con normalidad. Douglas Brian “soplaba” cualquier movimiento irregular a través del radio y comía atún o huevo, a veces leche, cereal, avena o pollo que alguien le llevaba puntualmente para que se cocinara. No estaba solo. Había otro muchacho de Sinaloa con el que hablaba contadas ocasiones. En una de esas le confesó que él estaba ahí para hacer dinero pronto.
Douglas Brian pensaba que con 15,000 pesos al mes (unos 750 dólares) ese mexicano no lograría nunca el objetivo de ser rico y menos aún después de julio, cuando el pago comenzó a faltar. Para tranquilizarse, recordaba su vida pasada y evitaba pensamientos futuros. ¿En qué momento torció todo?
Desde que nací. Mi madre me abandonó a los 95 días, me dejó tirado con mi abuela y yo no me sentía a gusto porque ella era muy pobre. Yo quería comprarme una coca y unas Sabritas y ella no tenía dinero, tenía que decidir entre comer o comprarme mis antojos. Mi mamá se había juntado con otro hombre y mi papá con otra mujer y tuvieron más hijos y se olvidaron de mi.
¿Qué más le daba irse para EEEU? Tomó camino hacia México, tomó el tren de carga que cruza el país, pidió dinero aquí y allá y llegó a San Antonio con 14 años, donde lo recibieron sus tíos.
Estaba tranquilo con ellos, pero le pidieron que estudiara. “Yo no quería estudiar, quería trabajar y me fui de la casa”.
Sobrevivó en la calle, con apoyo de amigos y trabajos ocasionales hasta que lo deportaron a los 18, justo cuando se hacía mayor de edad. Desde entonces su vida fue un ir y venir entre los tres países; intentos fallidos para reingresar al sueño americano, detenciones, multas, el Cártel de Sinaloa lo puso en aquel cerro donde el pago no llegaba ni la comida.
Un día de septiembre, la desesperación del hambre y la sed lo hizo bajar y entregase a los oficiales de ICE. Antes, le preguntó a su compañero si le podía compartir algo; éste respondió que no. “No te vayas, los patrones se van a encabronar”, le sugirió.
Douglas Brian decidió entregarse a “la migra” porque sabía que en tiempos del coronavirus no lo iban a llevar al centro de detención migratoria, sino que simplemente le darían agua y lo regresarían a lado mexicano. Así él podría ir a comer algo en un albergue. Y así fue.
Aunque le debían dos meses de trabajo, Douglas Brian dio por saldado su periodo laboral con el cartel; no así los sinaloenses. Aterrizaron un día frente al albergue con sus jeans y sus gorras y los lentes de sol. Súbete a la troca, cabrón.
EL FINIQUITO
¿Por qué mataste a tu partner? No lo maté, lo dejé en el cerro. Dinos la verdad o te va a llevar la chingada. Lo vendiste, ¿verdad? No. ¿Que no? Danos el teléfono.
Douglas Brian sintió el primer golpe en la cabeza y cayó al suelo, donde lo siguieron pateando en el estómago, en las costillas, en la cara, los brazos. Se orinó. Con plástico le quemaron el pecho, derritiendo gota a gota con la misma pregunta que cuando lo sumergían en agua.
Después de dos semanas se apareció el jefe de los torturadores en el sitio. Dijo que no lo mataran, que iban a investigar su versión. Era un hombre maduro que hablaba pausado, el mismo que dos días después autorizó su liberación. Eran las 11 de la noche. ¿A dónde voy sin un peso? Ese es tu problema. Toma tu pinche teléfono.
Cuando Douglas Brian cargó la batería del celular descubrió que ahí estaba la filmación de sus tormentos y se las mostró a activistas defensores de derechos humanos que lo apoyaron a recuperarse, a que sanaran sus heridas y los ojos se deshincharan. “Pide una visa humanitaria como víctima”, aconsejaron.
No sabe qué hacer. Para pedir esa visa que le daría estancia legal en México tendría que ir a las oficinas migratorias. ¿Y si me identifican y le dicen al cartel? Varias veces él mismo acompañó a los sinaloenses a entregar sobornos a los agentes del Instituto Nacional de Migración, a la Guardia Nacional, a los policías municipales.
El cartel lo quiso reclutar otra vez y él no quiere, está escondido. Atrapado en invierno.